Celaya Gto.- Dos jóvenes se subieron ayer en el microbús mientras venía de regreso a casa; ambos con estuches de guitarra sobre la espalda y sonrisas grandes enmarcando sus caras.
Uno de ellos me llamó la atención, era alto y moreno; llevaba puesta una playera de la banda brujería, traía unas gafas de sol grandes y oscuras que reflejaban todo aquello que miraba, incluida yo. Una vez que pagaron sus respectivos pasajes se quedaron parados frente a mí; uno de ellos, el más joven y delgado le tendió al chicho de negro su teléfono celular para después quedarse en silencio mirando con nostalgia las calles por donde íbamos pasando.
Del otro lado de la línea respondió una tía; el chico quería hablar con su abuela. Casi podía palparse el orgullo que sintió al decirle que el motivo de su llamada era informarles a todos que estaba feliz porque se graduaría. Lo había logrado. ¡Pum! ¡Allí estaba! Dejó caer la bomba sobre la tía envidiosa: un diploma, un certificado, una constancia en papel que seguramente sería enmarcada y colgada en la sala familiar.
Mientras lo escuchaba hablar por teléfono me imaginaba la emoción de la abuela al enterarse, el orgullo de su mamá y de su papá; quizá sería el primero en la familia en lograrlo, quizá los otros miembros tuvieron que trabajar duro desde pequeños y jamás pudieron terminar sus estudios o se fueron al norte con la ilusión de un sueño o simplemente la escuela jamás se les dio. Pero allí estaba él, ese muchacho que en apariencia quería ir en contra de la sociedad, de lo establecido. Él que marcaba una diferencia con esa playera, con esa personalidad, con esa actitud ahora dejaría de ser reconocido por su familia como la oveja negra para convertirse en el ingeniero.
Colgó después de unas cuantas palabras y le devolvió el teléfono a su amigo. Se quedaron callados por unos instantes. Después comenzaron a hablar de sus planes; el ingeniero quería celebrar por todo lo alto. Cerveza, mujeres, docenas de cajas de pizza y drogas al por mayor- por lo menos ese día. El otro se contentaba con visitar a su mamá en el rancho y comerse con ella un mole en el mercado. Sonreí al escucharlos, fue un momento de ternura; recordé esa frase que alude a dios y su risa mientras escucha los planes de sus creyentes.
En un minuto la realidad los alcanzó cuando tocaron el tema del trabajo.
– ¿Adónde te irás? -Preguntó el chicho tímido.
-A Salamanca con mi primo a trabajar en la Mazda ¿y tú?
-Todavía no lo sé.
-Puedes deberías apurarte, en época de graduaciones no quedan muchas vacantes.
El otro asintió. Cambiaron de plática, esa misma tarde llevarían serenata. Tomaron sus guitarras, anunciaron su bajada por medio del timbre y se perdieron entre las calles y las fábricas.
Sentí tristeza al imaginármelos unos años después.
Quizá no podrían volver a tocar la guitarra, ya no tendrán tiempo de hacerlo. Quizá tendrán que empeñarla o venderla para saldar parte de las deudas que contraerán. 30 años pagando una casa de dos cuartos, el pasaje diario, la renta, el gas, la luz y los alimentos; con la reforma laboral ya no podrán hacer antigüedad, ni tener planta segura, cobrar vacaciones ni utilidades anuales.
Si los planes del ingeniero se hacen realidad este sábado; después de la pizza y las cervezas probablemente vendrá un embarazo. Seguro estará demasiado borracho para recordar usar un condón, así que en un año será padre de un hijo o una hija. Con la reforma al sector salud tendrá que pagar los medicamentos que no tengan en el seguro para cuidar de su mujer y su bebé; eso si es que tiene derecho a seguro médico. Si no, tendrá que hacer uso del seguro popular y su mujer deberá caminar en el pasillo de cualquier hospital a mitad de sus contracciones esperando que alguien no tan enfermo o herido le ceda su lugar antes de dar a luz. Cuando el niño crezca y gracias a la reforma educativa, el ingeniero deberá pagar forzosamente lo que antes era una cuota voluntaria. Verá crecer a su hijo en medio de un país herido de muerte, sin nada más que ofrecerle que una carrera universitaria, para que al terminarla pueda trabajar para alguien más y enriquecer a terceros al igual que lo hizo él.
Quizá la vida mantenga su amistad, quizá los separe en unos meses; lo que es cierto es que el destino del 90% de los egresados tristemente será el mismo.
En la escuela los preparan para el trabajo, pero nadie los prepara para la realidad en que vivimos ahora; el despertar será aterrador después de la serenata.
Paola Klug