Celaya Gto. Por: Paola Klug.- Durante los casi siete años que he vivido en Celaya, he encontrado todo tipo de historias, desde aquellas que sucedieron antes de su fundación hasta las contemporáneas, pero sin duda, unas de las que más llamaron mi atención fueron las que encontré en los procesos de las Brujas de Celaya de 1614 y 1615 analizados por la investigadora Solange Alberro, mismos que pueden encontrarse en el libro “Inquisición y Sociedad en México 1571 – 1700”

En este ejemplar, se encuentra la historia de tres mujeres de tiempos distintos: Pascuala de Silva (1605) Carolina González (1616) y Anna de Aguilar (1614) a ellas no solo las unen sus nombres dentro de los procesos inquisitoriales, también las une que están en ellos por la misma razón a pesar de sus otras y múltiples diferencias. Son parte del archivo histórico de la brujería en México y eso no es poca cosa.

Pascuala de Silva, fue denunciada a las autoridades clericales por Doña Isabel de Carvajal, una mujer criolla y originaria de Apaseo el Grande que tenía mucho tiempo radicando en Celaya junto a su marido. En sus acusaciones, Doña Isabel cuenta que su esposo, el señor Hernán Carvajal, le confesó que su vecina: Doña Pascuala de Silva se había acercado a él con una petición extraña y nada cristiana.

Doña Pascuala de Silva quería que Don Hernán asesinara a un burro que ella misma le proporcionaría, una vez muerto el animal, Don Hernán tendría que sacarle los sesos y ponerlos a secar. Hasta que estuviesen secos, se los entregaría a Doña Pascuala; por las molestias que esto le ocasionaría, ella se comprometía a pagarle cincuenta pesos. Cuando Don Hernán le preguntó para qué necesitaba los sesos del burro, Doña Pascuala le respondió que los usaría para “amansar” a su marido. Don Hernán se negó a realizar el acto, ya que se consideraba a sí mismo un buen cristiano, entonces Doña Pascuala le ofreció cien pesos para lograr convencerlo sin éxito alguno. Poco después, tanto Doña Pascuala como su marido, el señor Andrés García, se mudaron a Salamanca bajo el amparo de la oscuridad sin despedirse de nadie.

Doña Isabel alegaba que desconocía si en Salamanca, Doña Pascuala había conseguido a alguien que le suministrara los sesos de burro para usar en contra de Don Andrés, pero alegaba que la petición que esa mujer le había hecho a su esposo, había afectado su matrimonio de maneras irreparables. Don Hernán había comenzado a sospechar de todas las mujeres e incluso pensaba que ella, su mujer desde hacía tantos años podría estar haciéndole brujería por lo que empezó a tratarla mal e incluso llegó a golpearla algunas veces, poco antes de morir.
En los archivos de la Santa Inquisición ya no se le dio seguimiento a este caso, probablemente por el cambio de residencia de Doña Pascuala y Don Andrés, pero se menciona otro muy parecido: El de Carolina González.

La declaración fue realizada por Don Pedro Hernández de Uribe, en ellas acusa a su comadre y vecina Doña Carolina González de acercarse a él, en una de las calles cercanas a su domicilio y pedirle un favor que él no fue capaz de realizar.

Don Pedro indica que Doña Carolina le rogó que matase un burro, pero tenía que hacerlo un miércoles o un viernes en la noche; una vez que el animal estuviese muerto, él tenía que abrirle la cabeza y sacarle los sesos para después entregárselos a ella.

Don Pedro señaló su negativa inmediata al favor que le pedía su comadre, ya que sabía para que usaban los sesos de burro algunas mujeres. Alegó que se alejó de aquél lugar y no volvió a hablar con su comadre durante semanas y de no haber sido por el peso que cargaba en su conciencia respecto al daño que podría provocarle Doña Carolina a cualquier persona a la que le suministrara en agua o comida los mentados sesos de burro que decidió que lo mejor era denunciarla.

En los procesos de las brujas de Celaya, tampoco se le da seguimiento a este caso en particular. Solo se marca el antecedente de un tercero:

La denuncia fue puesta por Joanna de los Reyes, una mulata nacida en Celaya. Es sus declaraciones alega algo que escuchó en la cocina de la casa del matrimonio de Don Francisco Bravo y Doña Anna de Aguilar.

Según sus declaraciones, aquella mañana ella se encontraba indispuesta y recostada sobre un petate dentro de la cocina de la casa; estando tendida allí, vio que Francisca- la nodriza indígena de Doña Anna, molía en el metate algo que ella no pudo reconocer a pesar de tener muchos conocimientos sobre las especias de la cocina debido a su oficio como cocinera. Una vez que acabó de moler, Francisca comenzó a cernirlo; en ese momento, Joanna se atrevió a preguntarle que era aquél polvo cenizo. Francisca le respondió que no era más que un remedio para los dientes, algo que ella creyó.

Minutos después, Doña Anna entró a la cocina y le ordenó a Joanna y a otra mulata que prepararan guisado de pollo en una cazuela. Una vez que terminaron de hacerlo, Doña Anna pidió que lo guardaran para Don Francisco Bravo haciendo hincapié en que nadie debía tocarlo.

Cuando el marido de Doña Anna llegó a la casa, ella acudió inmediatamente a la cocina y puso a calentar la cazuela de ave mientras Francisca echaba encima del guisado los polvos que previamente había molido y cernido. Según las declaraciones de Joanna, el patrón no tenía hambre y no quiso cenar, por lo que el pollo se lo tuvo que comer a regañadientes la misma Francisca con todo y polvos.

Días después, Joanna fue testigo de una terrible discusión entre Doña Anna y su nodriza, la patrona le gritó “puta perra india” y Francisca le respondió que mejor ser puta que hechicera. Doña Anna salió como diablo de la cocina dejando a Francisca y las mulatas en ella; cuando las cocineras le preguntaron qué era lo que había pasado, ella les dijo que Doña Anna le había hecho moler sesos de burro, cabezas de paloma y cuervo, así como algunas cochinillas para embrujar a su marido.

En ninguno de los tres casos se indica si las mujeres protagonistas de estas historias fueron llevadas a juicio inquisitorial como ocurrió en aquellos tiempos en algunos estados vecinos, tampoco se da a conocer el destino de los maridos ni las personas involucradas en ellos.

Los sesos de burro secos y molidos eran usados tanto en alimentos, pócimas y/o bebidas para ocasionar el mismo efecto que tiene el toloache en las personas; por lo menos esa era la idea “tranquilizadora” que se tenía en los rituales de hechicería novohispanos.

Generalmente eran usados en contra de los hombres infieles o agresivos con la finalidad de dominar sus necesidades sexuales o sus modos toscos, aunque también eran usados por mujeres en contra de otras mujeres. Las declaraciones en contra de las brujas no eran siempre ciertas, en este caso compartimos -en su mayoría- las mismas razones que los demandantes de Europa o Estados Unidos. El acusar a una persona de brujería era una forma segura de deshacerse de ella, en México existen solo algunos casos en donde la Inquisición provocó la muerte de mujeres y fue por negligencia de las autoridades locales no por tortura o pena de muerte en hoguera; sin embargo, cuando una mujer era acusada de provocar males a causa de embrujos o hechizos, perdía el apoyo de toda su comunidad e incluso de su familia, fuera bruja o simplemente una mujer odiada por el denunciante.

Lo curioso de los casos de brujería en la época colonial es que no tienen un patrón clasista ni racial; las mujeres acusadas eran blancas, mestizas, mulatas, criollas o indígenas sin importar las diferencias sociales, económicas y/o culturales.

Sin duda alguna, debe haber cientos de historias como las de estas tres mujeres en todos los rincones y épocas de Celaya; a final de cuentas, este lugar fue parte del gran cazón del mestizaje cultural en la época colonial. Cientos de brujas llegaron y se fueron entre los caminos reales y también entre los rurales, llevándose consigo sus historias, sus hechizos, sus lágrimas y sus amores.

Paola Klug

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