NY Times | Ekaterimburgo.- Es un sombrero que parece tener poderes especiales.
Protege contra el sol, claro. Pero también es una manera de entablar una conversación con un desconocido que habla otro idioma o de poder colarse a una transmisión televisiva o, incluso, de dar inicio a algún romance.
“A las chicas les encanta el sombrero”, dijo José Ramón Díaz, quien lo compró hace dos años en Tehuacán, en el estado mexicano de Puebla, de donde es oriundo. Le costó 47 pesos, unos 2,50 dólares. “Es una llave que abre muchas puertas”.
Díaz lo ha aprendido durante su tiempo en Rusia este mes. Es estudiante universitario y estuvo dispuesto a hacer algunos sacrificios para costear su primer viaje fuera de Norteamérica, el primero de ellos dejar Tehuacán, donde vive con su padre, para ir a Los Ángeles (Díaz nació en Estados Unidos), y después dormir en un albergue para personas sin techo en Los Ángeles durante un mes mientras hacía dos trabajos para juntar algo de dinero.
En Rusia, Díaz come tan poco como sea posible. Cuando lo hace intenta no gastar más de 300 rublos, o 4,75 dólares: usualmente come sándwiches de Subway (la primera frase en ruso que aprendió es: “Dame el más barato”) o alimento para bebé (“Es barato y nutritivo”, cuenta Díaz, un adulto de 23 años).
Aunque ese viaje mundialista suene estrafalario, Díaz es uno de muchos fanáticos que acuden a la Copa cada cuatro años tras autoimponerse periodos de adversidad a fin de nutrir su pasión; son decisiones de vida que quienes no son hinchas seguramente consideran absurdos. Un peruano, Sergio Inamine, subió 25 kilogramos en tres meses para tener acceso a los boletos para personas obesas o con sobrepeso después que las otras entradas se agotaron para los partidos de la Blanquirroja.
Y la selección mexicana tiene muchos de estos fanáticos.
Por ejemplo, Óscar Martínez, de 26 años, dejó su trabajo en un almacén de San Diego. Le pidió a su jefe tener tiempo libre para ir a Rusia. “Me dijeron que si me iba ya no tendría trabajo”, dijo. “Y respondí: ‘Ok, ¡adiós!'”.
El prefacio a la odisea de Díaz fue una miniaventura por sí sola. Tomó un descanso de sus estudios a principios de mayo para ir a Los Ángeles con su hermano (quien buscaba juntar dinero para propósitos que algunos considerarían más prácticos). Consiguieron dos camas en un albergue en el centro de la ciudad. Díaz consiguió dos trabajos: descargar cajas de mariscos en un almacén de seis de la mañana a tres de la tarde, y luego limpiar platos en un restaurante japonés de cinco de la tarde a once de la noche. Hizo esto diario mientras comía en el albergue y para el final del mes tenía 2000 dólares.
Díaz parecía sorprendido ante la pregunta de por qué se sometió a todo esto. Dijo que le fascina el futbol y que cree que México va a ganar el Mundial.
Muchos otros hicieron cálculos similares. Los hinchas de México suman el sexto mayor número de quienes compraron boletos —60.302— y es probable que buena parte de los 88.825 vendidos en Estados Unidos también hayan terminado en manos de fanáticos del Tri.
“La mitad de la gente realmente ama el futbol y la otra mitad quiere estar en la fiesta”, dijo Pablo Calderón, de 31 años, abogado de Ciudad de México que consiguió entradas para todos los partidos de grupo de México.
Díaz, quien no tenía boletos para ninguno de esos juegos, llegó a Moscú unos días antes de que comenzara el torneo para que el vuelo saliera algo más barato. Pasó unos días en un hostal de 10 dólares por noche antes de toparse con un hombre ruso en las afueras de la ciudad que le ofreció quedarse en su sofá a cambio de clases de español.
“Estoy bendecido”, dijo Díaz.
A principios de junio, antes de que llegaran las masas, Díaz causaba furor a donde fuera por traer su sombrero. Lo detuvieron en las calles ocho veces para hacerle entrevistas televisadas. Los residentes locales hacían fila para tomarse fotos con él. Varias mujeres le dieron sus números de teléfono. (“Recomiendo a todos los que no han llegado que traigan sombrero”, dijo Díaz en una entrevista con un medio mexicano).
Para cuando fue el primer partido de México, el 17 de junio, Moscú ya estaba repleto de visitantes. Varios se detuvieron a hacerle plática a Díaz.
“¡Sombrero!”, le gritó un hombre que traía una bandera alemana sobre los hombros.
“Sombrero”, le respondió Díaz.
Después una mujer de Kirguistán le pidió tomarlo prestado y él se quedó quieto mientras cada persona de un grupo de seis se tomaba una selfi con la prenda. (Quizá el sombrero también puede ser una responsabilidad).
Aunque, en general, Díaz y su sombrero ya no conseguían tanta atención como al inicio. Otros, como aquel grupo de suecos embriagados con sus cascos vikingos, tenían la atención. Díaz de cualquier manera ahora estaba enfocado en hallar una manera de llegar al estadio.
El plan de Díaz era hacer dominadas con el balón afuera de los grandes sitios turísticos en Moscú para atraer suficiente atención y después rogar que le dieran un boleto. El plan fracasó; nadie le ofreció uno… al menos no a un precio que pudiera pagar. Pero sí tuvo un encuentro interesante afuera del teatro Bolshoi: el cantante colombiano Maluma iba caminando con su equipo de seguridad y se detuvo para balonear con Díaz.
“¿Sabes cuántas chicas quieren hablar con Maluma?”, dijo Díaz, sorprendido.
El joven poblano vio la sorpresiva victoria de México sobre Alemania en el festival de fanáticos, algo no tan idóneo para quienes ya están en Rusia. Pero unos días después estaba convencido de que su suerte iba a cambiar. La pareja de una prima de su padre le envió un mensaje de texto preguntándole si estaba en Rusia, porque él y sus tres hijos iban camino a Rostov del Don para el segundo partido de México. Invitó a Díaz a que se les uniera. Los cinco se las arreglaron para estar dentro de un Mistubishi Outlander y se encaminaron al sur ruso.
El sábado, unas horas antes de que México se enfrentara a Corea del Sur, Díaz estaba paseando en busca de un boleto afuera de la Arena Rostov. No tuvo mucha suerte, hasta que se encontró a un hombre mayor con una camiseta color blanco. Cuando se quitó su gorra y lentes de sol, Díaz se dio cuenta que era Enrique “Ojitos” Meza, exdirector técnico del Tri y el actual entrenador del Puebla en la Liga MX. Meza le vendió a Díaz un boleto extra, a nivel de cancha detrás de la portería, por 100 dólares.
Ya dentro, Díaz se puso su sombrero y gritó junto con los otros 43.472 asistentes, cada uno de los cuales había tenidos sus propias odiseas para llegar aquí.
“No sé cómo, pero cumplí mi sueño”, dijo Díaz. “Te digo, estoy bendito”.
El lunes por la tarde estaba de regreso en el auto para un trayecto de unos 1600 kilómetros de Rostov a Ekaterimburgo, donde México jugará el miércoles su último partido de fase de grupos. Más allá de eso, Díaz no tiene planes… ni boleto para regresar a México.