Celaya Gto.- Por: Paola Klug.
Recuerdo verlo cada domingo- sin falta, en su único día de descanso, sentado en aquél sillón tapizado de verde mirando al televisor.

A diferencia de cuando veía los partidos de futbol o las peleas de box, yo jamás sentí ganas de quedarme a su lado al ver a ese animal- que la mayor parte del tiempo me daba miedo, ser asesinado por un hombre vestido con mallas y saco de lentejuelas.

Quizá era pequeña, pero podía ver la diferencia; no eran once contra once, ni siquiera uno contra uno, como en el ring. Era una persona atacando a un animal que no hacía más que correr asustado de un lado a otro de aquella arena que poco a poco se tenía con su sangre.

A los futbolistas perdedores les aplaudían o les abucheaban, al boxeador que perdía le tendían la mano, pero al toro -al que jamás vi ganar- le quitaban las orejas y la cola mientras el ganador sonreía y daba vueltas a su alrededor con ellas en mano.

Nunca nos llevó a la arena- siempre estaré agradecida por ello. Pero nos llevaba a muchos lugares adonde aquello que era tan incomprensible para mí, era una especie de pasión para otros como él.

Recuerdo un lugar en especial, un restaurante ubicado en el corazón de Portales. Vendían sendos platos de pancita acompañados de rábanos, cebolla y salsa. Esa comida me daba asco, jamás la he podido comer; quizá era la textura del menudo lo que me asqueaba o quizá las cabezas de aquellos toros que nos miraban comer empotradas en cada pared del lugar. A su lado había posters en color sepia, con el nombre de los toreros y de los toros pintados en rojo, banderillas enmarcadas -como aquellas que insertaban en el animal, poco antes de matarlo. Jamás me gustó ese lugar, jamás me gustaron los animales disecados.

Había algo de oscuro en eso, algo primitivo y malvado.

Años después conocí a una mujer, una anciana. Vivía sola en una de las vecindades de la colonia Santa Julia. Era de tez clara y cabellos blancos; ella hablaba de las corridas con orgullo- como si alguna vez hubiera estado frente a una vaquilla- pensaba para mis adentros. Detectaba en su voz y ademanes teatrales una fantasía disfrazada de gloria, pero ajena a ella a final de cuentas. Esa mujer jamás me cayó bien, yo tampoco le caí bien a ella.

A mi padre le gustaban las corridas de toros porque a mi abuelo le gustaban también, supongo que era una forma triste de aferrarse a su recuerdo después de su muerte. Yo también extraño a mi padre, pero me alegra no ser como él.

Con el tiempo dejé de sentir miedo por el toro en el ruedo; es más aterrador el hombre que lo asesina y el que perpetúa generación tras generación tal muestra de aprecio por el dolor y el sufrimiento de un ser que vive, siente y respira.

Paola Klug

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